lunes, 8 de diciembre de 2008

ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE

Murió cuando menos lo esperaba, ahora que se había hecho el propósito de cambiar su forma de conducta. Murió y en su velorio estuvieron ausentes los amigos pues no los tenía, y sus familiares no asistieron ya que hacía tiempo que lo habían desconocido precisamente por su original pero reprobable estilo de vida que llevaba.
Yo lo conocí muchos años atrás, quizá unos treinta, cuando ya el vicio del alcohol se había apoderado de él. Vecino del barrio donde hemos vivido siempre, habitaba una modesta vivienda en compañía de su madre, una tierna viejecita que le perdonaba todo y lo protegía dándole abrigo y alimento. Cuando ella murió, víctima más del sufrimiento por el hijo descarriado que por las enfermedades, el terreno y la casa que ocupaban fueron vendidos, y a partir de ese entonces vivió errante, durmiendo donde se le hacía noche, malcomiendo, pero siempre con los efectos del licor en su cuerpo.
Cuando nos encontrábamos, invariablemente me suplicaba: -Jefe, ¿No tiene dos pesos que me preste? Y yo, a sabiendas que los utilizaría para continuar con su vicio, le entregaba algo de dinero. En ocasiones, cuando la “cruda” le era insoportable, me pedía un poco de licor y la recompensa era una sonrisa de agradecimiento. Y se alejaba calle abajo, por toda la 16 de septiembre, en un caminar sin ilusiones, con su malestar a cuestas.
En sus momentos de sobriedad era un conversador ameno, afecto a recordar pasajes de su vida, como cuando fue boxeador o las temporadas en que trabajó en barcos pesqueros. Había que tener paciencia en escucharlo, sobre todo por que en esos momentos de lucidez mostraba la otra cara de su personalidad. Y porque, además, daba pie a la pregunta: -¿Cómo ayudar a esta clase de personas para alejarlas del vicio? Frente a nosotros, con su mirada pícara, su cabello ralo y decentemente vestido, era la antítesis del borrachín sucio y maloliente en que se convertía por causa de las bebidas embriagantes.


Con el paso de los años, Mario “El parara” se fue degradando más y más y su presencia en la cárcel fue una cosa común. Pero como su delito era ser un vicioso consumado, a los pocos días ya estaba de nuevo pidiendo limosnas para continuar tomando. En una ocasión, cuando andaba perdido de borracho, unos bromistas lo embadurnaron de aceite quemado y durante varios días asustó a los niños del barrio con su presencia. Pero a él no le importaba; el alcohol borra todo vestigio de decencia y de vergüenza.
Hace escasamente un mes lo encontré frente a BANCOMER, sobrio y con unas franelas bajo su brazo. Al verme se acercó solícito pidiéndome autorización para limpiar mi carro. Al ver mi cara de interrogación, me explicó:- Hace tres meses que dejé la bebida y ahora me gano la vida con este trabajo—Al verlo ahí, con su sonrisa bonachona, pobre pero limpiamente vestido, desee para mis adentros que ojalá y durara su redención.
El día primero de este mes, en el cruce de dos calles de gran tráfico, Mario fue atropellado por un vehículo. Se atravesó imprudentemente y no hubo tiempo de evitar el accidente. Al día siguiente murió en el hospital Juan María de Salvatierra, a causa de un traumatismo craneoencefálico severo. Al fallecer tenía 52 años de edad, una larga e inútil vida echada a perder por el alcoholismo. Y lo que son las cosas: lo que no le pasó cuando deambulaba con los humos de la embriaguez, le sucedió cuando estaba sobrio. Pero así es el destino de cada quien.

Mario “El Parara” quizá no merezca el recuerdo que hacemos de él. Su existencia fue un desperdicio porque no aportó nada a la sociedad. A menos, claro, que su presencia haya servido para mostrar a los jóvenes los caminos equivocados que se deben evitar, como son los que llevan a los vicios del alcoholismo y la drogadicción.

Extraído del libro "Crónicas: La Paz y sus historias" de: Leonardo Reyes Silva

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