En los últimos años se han multiplicado los puestos de tacos en las calles de nuestra ciudad capital. Hace cincuenta años era raro encontrar uno de estos negocios, sobre todo porque las fondas incluían en su menú esta clase de antojito mexicano. Sobre la calle 5 de mayo, esquina con la Revolución, el restaurante del “güero Wilson” vendía unos taquitos dorados de carne requetesabrosos—palabra de estudiante—y no se diga los que ofrecía Cándido rellenos de pescado, sesos o carne deshebrada.
Cándido era un vendedor ambulante, con su bandeja colocada sobre su cabeza y en las manos al armazón de tijera. Así, cuando alguien le pedía un taco, con destreza colocaba la bandeja en la tijera y atendía al cliente. Muchas veces, porque él siempre llegaba a los mismos lugares, su mercancía se le acababa en un dos por tres. De Cándido ahora sólo queda el recuerdo y más aún porque cuando tenía tiempo se daba una vuelta por el billar de don Conrado donde ya tenía contrincantes para el “nueve”.
Han pasado muchos años desde esa época, pero el gusto por los tacos no se acaba. Los hay de todas clases: de barbacoa, al pastor, de camarón y pescado, de birria, de chicharrón, y si es de los exquisitos de lengua sesos y tripitas de res. Tacos para todos los gustos y por la cantidad que quiera el cliente, siempre y cuando el bolsillo aguante. Porque no me va a dejar mentir, hay individuos que se comen entre diez y doce tacos y de pilón se toman uno o dos refrescos embotellados.
Claro, algunas anécdotas sobre personas de “buen diente” son muy conocidas. Ahí está el caso del ranchero conocido como “panza de león”, el cual en una ocasión lo invitaron a una tamalada y el anfitrión puso a su disposición un balde lleno de tamales de puerco. El ranchero se sentó en cuclillas a un lado del recipiente y en tanto que canta un gallo se zampó todos, dejando un reguero de hojas. Jura el señor que lo invitó que eran cincuenta tamales de regular tamaño.
Y hablando del mismo tema, hace unos días al pasar por la calle Belisario Domínguez, frente al Teatro Juárez, me detuve a saborear un taco de aserrín en uno de los dos puestos establecidos ahí hace muchos años. Mientras lo saboreaba, me fijé en el letrero impreso en unos de los costados del puesto explicando que desde el año de 1951 funciona en ese lugar y siempre vendiendo tacos de pescado. Lo de aserrín le viene porque es carne desmenuzada finamente lo que es una ventaja para las personas que tienen mala digestión o mala dentadura.(se los puede comer como si fuera papilla). Platica Josué, el que atiende el negocio que su papá, don Samuel Martínez Hernández, llegó a La Paz en el año de 1941, formando parte del 5º batallón de Infantería. Cuando se retiró del servicio activo tuvo que desempeñar diversos trabajos con el fin de mantener a su numerosa familia—14 hijos y su esposa--. Una noche tuvo un sueño. En él se le apareció una persona desconocida que le dijo mandara construir un carrito de madera—incluso le dio los detalles—y que se pusiera en una de las calles de la ciudad a vender tacos de pescado.
Al día siguiente lo comentó con su familia y claro, como ellos venían de Zacatecas, los peces no los conocían ni en pintura contimás vivir de ellos. De todas maneras el señor Israel de la Toba—uno de los mejores carpinteros que todavía viven—le construyó el carrito con ruedas y todo y un día del año de 1948—uno más uno menos—hete aquí a don Samuel ofreciendo sus tacos a los pobladores de La Paz. De entrada los hizo sabrosos por que hasta la fecha, después de cincuenta años, todavía los buenos gourmets los siguen prefiriendo.
Don Samuel, tiene ahora 90 años, sigue creyendo en los sueños. Con uno de ellos aseguró el porvenir de su familia, aún cuando la cercanía con Dios de seguro contribuyó a ello, ya que sus hijos fueron bautizados con nombres bíblicos: Josué, Nohemí, Rebeca, Ruth...
Puesto de tacos de aserrín, en la calle Belisario Domínguez
Fuente: libro crónicas La Paz y sus historias.
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