Fue el maestro JOSE ROGELIO OLACHEA ARRIOLA, quien primeramente dio a conocer al público porteño la leyenda del niño desarrapado que a media noche espantaba a los noctámbulos por la zona de la entonces llamada Isla de Cuba.
Muchas cosas se dijeron del asunto. Incluso, el profesor Manuel Gómez Jiménez, a la sazón Delegado de Gobierno de La Paz, ordenó que se hiciera una redada para dar con el chico ese que -se decía con horror-, pedía una moneda a media noche y en señal de agradecimiento mostraba los dientes en la forma parecida a la que lo haría uno de los grandes felinos salvajes.
El primer relato de esta horripilante aparición la dio don Hipólito Escopinichi, zapatero remendón que tenía su negocio en la esquina sureste de la bocacalle de 16 de Septiembre y Altamirano y que vivía en la zona de Reforma y Valentín Gómez Farías, área específica donde siempre se apareció aquella monstruosidad en forma de niño. Una noche que regresaba del trabajo a su casa, se encontró a bocajarro con el niño; le dio la moneda solicitada y fue entonces que recibió como gratitud la horrible escena de los dientes mostrados con todo y la encía y eso, aunque a la luz del tiempo resulte absurdo, provocó la psicosis colectiva más importante de que se tenga memoria antes de la aparición de la igualmente famosa "pideveintes".
Días después del caso del zapatero, un sargento de la Policía Municipal se encaminaba al antiguo edifico de El Sobarzo hacia el sur de la ciudad, cuando en la esquina de Reforma y Altamirano vio venir en la claridad de la noche, la figura de un chamaco de escaso un metro de estatura. Conocedor de la leyenda, que ya se había diseminado por toda la ciudad, se preparó para enfrentarse con el monstruo. Fue cuando, luego de pedirle a señas una moneda, el niño mostró su horrible sonrisa cadavérica al agente. Este, ya prevenido, tomó su fuete (instrumento policial suplido ahora por el "tolete") y se dispuso a azotar al niño aquel de la risa horripilante. El agente murió al día siguiente de un paro cardiaco.
De regreso del cementerio, el profesor Gómez Jiménez decidió investigar el caso por sí mismo. Para ello, hizo un croquis de la zona de afluencia del supuesto "espanto". Revisó cada una de las hasta entonces más de veinte denuncias sobre el mismo caso y varios días después, abandonó la lucha. No había rastro alguno del niño de la sonrisa horrible que mostraba las encías. Sin embargo, las quejas no dejaron de sucederse con pasmosa frecuencia. Una mujer ya entrada en años, que regresaba del antiguo hospital Salvatierra de El Esterito, fue interceptada por el niño. Presa de terror, huyó a toda carrera por una de las calles oscuras del barrio de la Isla de Cuba, con tan mala suerte, que una jauría de perros bravos la atacó hasta dejarla maltrecha. Víctima de las terribles mordeduras caninas, la dama falleció días después.
Se decía que "el espanto" parecía salir de entre las paredes de piedra cantera que circundaban una huerta que con el tiempo desapareció y que pertenecía a los descendientes de la familia Toledo. Alguien se alcanzó a puntada de sugerir que se tirara la barda y así se hizo una mañana friolenta. Sería por la psicosis de la leyenda, pero los albañiles aseguraban escuchar horribles sonidos de entre las piedras de la pared desmoronada.
Con el tiempo, la leyenda se olvidó y nunca más se supo del muchacho aquel que espantaba con sólo mostrar sus deformes dientes y sus rojas encías a los trasnochadores de la época.
Relato de Carlos Domínguez Tapia.
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